miércoles, 24 de agosto de 2016

PODER DE LA BELLEZA FEMENINA..?







                                                     PODER DE LA BELLEZA FEMENINA...?



Gilles Lipovetsky es un filósofo sociólogo francés  quien expone una interesante tesis en  su último libro:"La Tercera Mujer: permanencia y revolución de lo femenino" y nos dice que desde hace tres décadas, se mueve en la escena del mundo occidental una mujer que conquistó el poder de disponer de sí misma, de decidir sobre su cuerpo y su fecundidad, el derecho al conocimiento y a desempeñar cualquier actividad. Sin embargo, dice Lipovetsky, este cambio "no significa una mutación histórica absoluta que hace tabla rasa del pasado. Nos equivocamos, yo incluido, cuando creímos que se había instalado un modelo de similitud de los sexos, es decir, un proceso de intercambiabilidad o de indistinción de los roles masculino y femenino". Lo que sigue es una de sus fundamentaciones, referido al llamado "poder de la belleza femenina".-


A menudo se presenta la belleza como el poder específico de la mujer. Un poder decretado como inmenso, puesto que permite reinar sobre los hombres, obtener los mayores homenajes, ejercer influencia entre bastidores sobre los grandes de este mundo. ¿Poder real o poder ilusorio? En nuestros días, el pensamiento feminista asesta serios golpes al mito de la belleza femenina, un poder que tilda de subalterno puesto que depende de los hombres, de efímero ya que ineludiblemente está llamado a venirse abajo con la edad; un poder carente de mérito y frustrante, pues en gran parte ha sido «otorgado» por la naturaleza.
Lejos de instituir el imperio del segundo sexo, el mito de la belleza no hace sino ratificar la «dictadura del débil» y la sujeción de la mujer al hombre. De ahí que la cuestión de la belleza femenina adquiera una significación política fundamental. Para el feminismo contemporáneo, desconstruir la belleza equivale a analizarla como un instrumento de dominio del varón sobre la mujer, un dispositivo político, cuya finalidad consiste en separar a los hombres de las mujeres, a unas razas de otras, y también, a las propias mujeres entre sí.
La cultura del bello sexo no se limita a alzar a las féminas unas contra otras, sino que divide y hiere a cada una en su interior. Las imágenes superlativas de la mujer vehiculadas por los medios de comunicación acentúan el terror a los estragos de la edad, engendran complejo de inferioridad, vergüenza de una misma, odio al cuerpo. 

Mientras que la mayoría de las mujeres se consideran demasiado gordas, el 95 % de ellas sobreestiman en una cuarta parte, aproximadamente, las dimensiones de su cuerpo. Cuanto más difunde nuestra sociedad los consejos e imágenes estéticos, peor viven las mujeres su aspecto físico; tendencialmente, el bello sexo no se ve bello. Durante largo tiempo la hermosura femenina se asimiló a una trampa que amenazaba a los hombres; en la actualidad, las feministas la analizan como un medio de opresión de la mujer. Obsesionadas con su peso, numerosas mujeres siguen penosas dietas y sufren trastornos de la conducta alimentaria: el 90 % de los anoréxicos son mujeres; del 12 al 33 % de las jóvenes estudiantes se esfuerzan por controlar su peso obligándose a vomitar, consumiendo laxantes o diuréticos.

 No cabe hablar en absoluto de poder real de la belleza femenina; por el contrario, es ésta la que ejerce una tiranía implacable sobre la condición de las mujeres.

Por debajo del culto al aspecto físico se estaría ejerciendo una acción de demolición psicológica de las mujeres, la acción de una máquina infernal destinada a minar su confianza en sí mismas y su autoestima. Lo cual pone de manifiesto la función política del código de la belleza femenina. 
 La falta de confianza en uno mismo constituye un fenómeno psicológico demasiado complejo para poder explicarlo de manera unilateral a partir del único factor de la belleza. Aun cuando la cultura de la delgadez y las imágenes de ensueño difundidas por las revistas y la publicidad contribuyen a acrecentar la insatisfacción femenina con respecto a su cuerpo, nada confirma la idea de que la confianza de las mujeres en sí mismas experimente una regresión. De ser así, ¿cómo comprender el hecho de que las mujeres no han manifestado jamás tanta voluntad de conquistar títulos superiores e identidad profesional, de afirmarse tanto social como individualmente? Cuanto más se multiplican las imágenes y los requerimientos estéticos, más desean -y obtienen- las mujeres puestos de responsabilidad antaño reservados exclusivamente a los hombres. Las desiguales posiciones de uno y otro sexo en relación con las normas de la belleza no impiden en modo alguno que, cada vez más, las aspiraciones de las mujeres en lo concerniente al mundo laboral se asemejen a las de los hombres.
Ser hermosa con vistas a hacer una «buena» boda ya no constituye el armazón de las ambiciones femeninas; ahora las mujeres quieren tanto ser guapas como alcanzar el éxito profesional.

No cabe duda de que en la actualidad las mujeres tienen, y cada vez más, ambiciones profesionales, empresariales y políticas. Ahora bien, no por ello es menos cierto que la valoración de la belleza femenina no cesa de esforzarse por conferir mayor peso al éxito íntimo que al éxito organizacional, mayor importancia a la seducción intersexual que a la competencia con los hombres. En nuestros días, los himnos a la belleza ya no bastan para quebrar la voluntad femenina de afirmación individual y social, pero precisamente porque valoran el poder-seducción en detrimento del poder jerárquico y porque tienden a recomponer la disyunción mujer privada/hombre público, continúan, también en nuestros días, apartando tendencialmente a las mujeres del asalto a las cumbres.  

Giles Lipovetsky.-
La Tercera Mujer

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